martes, 2 de marzo de 2010

Porque...

Ay..., dijo Ethel, qué suerte, yo pensaba que eras rubio y de ojos celestes.
No, dijo él, como si hubiera sido necesario.
Qué maravilla, dijo ella, sos seborreico y no vas a tener arrugas nunca.
Y él se enamoró hasta las patas.
Le importó un pito la diferencia de edad, la vejez que ya daba señales de invadirla toda. Y casi con el título de bachiller bajo el brazo, se metió en la cama de ella una madrugada, después de besarla en los párpados, porque los ojos de ella, tan verdes, lo daban vuelta. Porque la distinción de ella lo daba vuelta. Porque ella le decía: qué iconoclasta sos, y a él le parecía que le otorgaba un título nobiliario. Porque era mucha mujer para lo que era el pájaro. Porque el cielo se llamaba Ethel.
Vos estás loco, dijo ella, pero lo besaba, claro. ¿Cómo no lo iba a besar si él temblaba como un colibrí en la flor? Era humilde a lo yuyo, recitaba Ethel, no tenía nada suyo, más que aquel: cómo te quiero. Y se besaban. Y el colibrí era un halcón de pronto. Y el mundo miserable es un estrado donde todo es estólido y fingido, claro.
¿Y qué va a pasar cuando la veas realmente? ¿Qué va a ser de Ethel?, preguntó una amiga de ella sin saber que esas cosas quedaban muy lejos por ese entonces. Porque él la amó, la amó. Quizá se amaron. Las pocas veces que se animaron a caminar juntos por la calle, el orgullo los hacía ir despacio, aunque fueran a varios metros una del otro. Y se notaba igual. Cómo se notaba...
Hubo que fingir delante de los parientes. Hubo que escapar desnudo, con las ropas en un bollo, escaleras abajo, si algún boludo llegaba a interrumpir las horas del romance. Hubo que esconderse de porteros y vecinos. Hubo que soportar las culpas y los prejuicios de dama mayor que tenía Ethel y los arrebatos de arrepentimiento. Te vas de acá, le decía con furia, y enseguida lo arrastraba escaleras arriba para transformarlo en halcón otra vez y otra vez y otra vez. Porque la amó, la amó hasta que pudo. Y cuando hubo que tomar una decisión, él se fue a Buenos Aires. ¿Y quién te va a tapar cuando te duermas?, decía ella. Y empezaron a escribirse tres y hasta cuatro cartas por semana, durante un año demasiado largo. Y entonces...él volvió, porque a la última carta quiso contestarla en persona y nuevamente el pueblo de prejuicio y bronca. Porque no se olvidan así nomás los ojos verdes.
¿Es cierto que andás con una viuda?, le preguntó la tercera en discordia. No la pienso dejar, dijo él. Y la tercera en discordia se reía, porque tenía otra piel y otra mirada y había empezado a llamarla por teléfono para decirle vieja loca, dejalo en paz. Y así empezaron otras historias, claro.
Pero hoy, todavía hoy, después de tantos años, él pasa por la vereda del geriátrico sin atreverse a entrar. Porque ella se ha olvidado de muchas cosas, según le dicen. Porque no lo va a reconocer si lo ve y porque... no conviene que recuerde nada. Pero él pasa. Pasa y mira. Cómo mira... Ay, si ella supiera cómo mira. Porque la amó, la amó. La amaba, la amó. Porque recuerda su mirada que lo daba vuelta. Y la agresividad de Ethel, cuando se enojaba y le decía: vos sos un bleef, chiquito, vos sos un bleef.

3 comentarios:

  1. Es muy alto, transcurre lo mejor con explicitud sutil.
    Tanto respeto estila usted, maestro, tanto amor, en este cuento inteligente. Gracias.
    Porque...usted sabe cómo...y cómo...

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  2. Porque la amó, la ama.

    Por favor, maestro, apiádese.

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  3. No, chiquito, un bleef no, un maestro de la narración, pero claro, Ethel aún no sabía.

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