martes, 24 de abril de 2018



cuando vuelvo a casa,
en su feroz afán por recibirme,
mis perros no me dejan 
lugar para los pasos...
Yo me siento a mirar los crisantemos
- que este año crecieron amarillos-.
El viento me despeina, 
huelo el aire
y entiendo que estoy fuerte y estoy vivo...
Me parece que es hora
de empezar a creer en los milagros.

sábado, 14 de abril de 2018

                                                                  TODO CAMBIA

"Que se arruine, si quiere. ¿Para què otra cosa sirven los jóvenes?" Françoise Sagan.

- Yo no puedo màs con èl. No lo entiendo. Cuando està, se lo pasa encerrado en el cuarto y no sè què hace... No lo reconozco. No sè con què gente anda...- me dijo la madre, al salir.

Pero el cuarto tenía la puerta abierta y èl estaba de pie, descalzo, con el pelo hirsuto, rapada la cabeza a los costados, y los ojos enrojecidos, como una aparición, sujetándose en el marco de la abertura. Me sonriò con una sonrisa boba, quizá despectiva, que mantuvo durante todo el tiempo mientras me observaba.

- Venì, fiera, que ando bien pacheco - me dijo.

Apenas le toquè un brazo en el saludo y entramos los dos en el cuartito. De inmediato, el olor del aire se hizo màs intenso.

- Abrì la ventana. Ventilà un poco. Estàs impregnando toda la casa con este tufo.
- Dejame así - pidió - no me tuerzas, loco, porque vamos a pasarla mal. Me gusta quemar a media luz... Hoy activè desde temprano.

Me auxiliè en el único sillòn que había junto a la cama, cerca del baño, sin dejar de mirarlo. Ajustò sus manos, una contra otra, y trabò los dedos. Estirò sus miembros hacia arriba en actitud gimnàstica.

- Ya sè... no me digas... La vieja te llenò la bocha en mi contra. Ella cree que soy un pecador... No me bautizaron, no tomè la comunión, no voy a la iglesia, no creo en nada y tengo vicios...- dijo.
- Sòlo quise saludarte y ella me invitò a pasar, nada màs...- murmurè.
- Ella cree que convivo con Belfegor y con Asmodeo porque pego algunos toques de pasto loco. Pero no soy un burro ni ando volado. De vez en cuando hay que ponchar un churro para resistir, man... ¿no te parece? - me preguntò.

En dos trancos rápidos se metió en el baño, cerrò la puerta y abrió el grifo del lavabo. El ruido del agua al caer, imposibilitaba oír alguna otra manifestación. Aspirè hondo, dispuesto a esperarlo. Me sentía abombado. Mirè en derredor y reconocì la pequeña mesa junto al placard. Habían pasado años desde aquella tarde en la que las cortinas de la ventana se agitaban con la brisa y la luz del sol invadìa la misma habitación. Con ojos inquietos, algunas muecas y pocas palabras, Agustín se ensimismaba dibujando sobre ella, en un desorden de papeles sueltos y colores. Recordè la frescura de su piel, la docilidad de su cabello caìdo hacia un lado sobre la frente , su ambigüedad de niño entretenido. Lo vi otra vez, sentado en el almohadón verde, abandonado en el suelo, con las piernas entrecruzadas y sus zapatillas de un blanco brillante. Todo su cuerpo se derramaba sobre la mesa ratona y en los papeles cobraban vida personajes que èl reconocía con alegría, personajes que yo no sabìa quiènes eran... Agustín me los mostraba con entusiasmo, me contaba lo que hacían, explicándome por què eran altos o bajos o llevaban una u otra arma de defensa. Recuerdo su sonrisa dulce, su aroma de naranja- mandarina o chicle frutal. Aquellos momentos efìmeros de su infancia se daban de bruces con esta adolescencia desesperada.
Agustín salió del baño, diò un portazo y reaccionè, poniéndome de pie. Sus carcajadas estridentes me inmovilizaron.
- Tranqui, tranqui... - dijo, sin dejar de reír - no es por vos, es que me agarrò el payaso...
Se convulsionaba con la risa, rascándose la barba de unos días. Vi los piercings de sus orejas agujereadas y el pantalòn arremangado, deshilachándose en las rodillas. Enseguida se lanzò sobre la cama, dándome la espalda, dispuesto a dormir una profunda siesta.
- Por mi quédate, fiera. Pero tengo un bajòn y, si no me duermo, voy a tener que "ir con hèctor"... - dijo.

Hubiera querido preguntarle si ya no dibujaba màs, pero parecía resuelto a ignorar mi presencia por largo rato. Quedè sin palabras. El monstruo tatuado en su pantorrilla me despidió con un último movimiento de cuernos. Salì del cuarto en silencio y, por el pasillo me deslicè hasta el jardín y la calle. Después supe que èso era la caricatura mal hecha de uno de los siete príncipes del infierno.

                     El plato de sopa

"Su memoria retenìa sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas": los primos, los tìos, algunos amigos...Todos deambulaban animosos por los rincones, degustando los arrollados de berenjena con albahaca y mozzarella o los bocados de peceto con chauchas redondas, que rebozaban de mostaza y mayonesa. No tenía intenciones de celebrar su cumpleaños con esa pléyade de parientes lejanos y manducadores. Sòlo se había hecho presente impulsado por el interés de su madre que, desde temprano, había acondicionado la sala y cortado flores frescas para adornar la mesa. Al incorporarse al grupo y verse rodeado de personas conocidas y amables, apenas saludò con una sonrisa y movimientos de cabeza, tal como las circunstancias se lo imponían. Enseguida optò por una copa de vino que mantuvo largo rato en su mano. Tuvo que disimular la traicionera salpicadura de aderezo en el puño derecho de su camisa, junto al broche del gemelo. Le llamaron la atención los colores de un platillo con cuadraditos de polenta y ricota, salpicados con salsa de tomate, pero lo vio pasar sin atreverse. Estaba realmente satisfecho con su copa de vino, cerca del ventanal abierto hacia el jardín. Algunos comensales departìan uno al lado del otro, sin alejarse demasiado de la mesa de las vituallas, en un murmullo constante. Asediado por el calor de la noche y su propio desgano, ya sòlo pensaba en marcharse lo antes posible. Confiaba en que la simpatía de su madre, atenta y movediza entre los invitados, lo disculparìa de algún modo. Por eso, en cuanto lo creyó conveniente y hallò una oportunidad en el bullicio ( los chicos corrìan por el lugar y las mujeres alborotaban con sus vestidos), vaciò su copa con apuro, la abandonò en la mesa, sonriò beatìfico, levantò un brazo en señal de despedida y, aprovechando las bondades del ventanal con los umbrales casi en el piso, saltò hacia el jardín y se alejò de la casa. Nadie intentò detenerlo. Todos continuaron en la festividad y a gusto, y quizá imaginaron que volverìa pronto, que alguna tarea urgente o un llamado, lo requerìan en otro sitio. Su estricto traje de hombre ocupado y su fama de individuo poco sociable e introvertido, eran los mejores complementos para llevar a cabo una discreta huìda.
Ya hundido en la comodidad del asiento del auto, desenlazò su corbata, se desabotonò el cuello de la camisa y deslizò hacia abajo el vidrio de la ventanilla para aspirar el aire de la noche. Se adormeció, sin encender el motor. El dìa había sido agotador y perdió la nociòn del tiempo que pasò así, de brazos cruzados en el ensueño. La brisa húmeda que se colaba por la ventanilla le hizo sentir frìo y abrió los ojos en un estremecimiento. Desde la intimidad del auto, estacionado en la calle, veìa aun con claridad las luces de la casa y el ventanal abierto. Allà, junto a las cortinas, a un costado de los cristales, una mujer parecía observarlo auscultando las sombras y sosteniendo una bandeja en ofrenda. De inmediato, reconoció en ella a su madre por la gracia con la que lo llamaba y sus señas en actitud de reclamo. Subiò el vidrio de la ventanilla y descendió cerrando la puerta tras de sì. Algo mareado, tal vez por la duermevela o el estòmago vacío, se dirigió hacia ella improvisando una infantil carrera. Al traspasar la puerta del jardín, viò còmo la madre le sonreía de pie, siempre sosteniendo la bandeja. En la bandeja humeaba un plato de sopa caliente. Êl tomò la cuchara con timidez primero, pero pronto comenzó a engullir la sopa con alivio y despreocupación. Su madre se mantuvo quieta y sonriente, asistiéndolo en su afán. A los pocos segundos, sin descuidar su aplicación al placer de beber el tibio caldo, comprobò con curiosidad que, detrás de las cortinas del ventanal, la sala estaba desierta y la mesa, desprovista de todo alimento, sòlo lucìa un ramo de flores rojas, frescas y recién cortadas... Cuando por fin abandonò la cuchara en el plato, su madre fue hacia la sala y apoyò la bandeja con la vajilla en la mesa, junto al florero. Luego, regresò hacia èl, inmóvil junto al ventanal, para besarlo en la frente.
- Ya està todo listo: el personal en la cocina y los invitados por llegar...- dijo.
En efecto, pronto el jardín estuvo invadido por los invitados que entraban en fila a la sala iluminada, entre manifestaciones de algarabía y salutaciones cercanas. Entonces, su madre
le abotonò el cuello, le anudò amorosamente la corbata y, con un gesto sencillo, le golpeò apenas la mejilla. Êl comprendió, resignado, que llegaba el momento de asistir a la reunión con sus parientes lejanos.


                       

               ¿Quièn me presta
                una taza de gloria,
                dos cucharitas de azúcar
                y una cebolla?
                Gloria, porque estoy pasando en vano.
                Azùcar, para el paladar amargo.
                Cebolla, para llorar...
                 Se me està haciendo difícil.