miércoles, 9 de enero de 2013

El abuelo Salvador


Vaya uno a saber por qué hoy, durante toda la mañana, en el trabajo, me acordé de mi abuelo. Quizá haya sido porque ya siento el peso de los años. Pero no pensé en mi padre, sino en mi abuelo. Mi abuelo me hizo feliz alguna vez.
Ël se vino de Italia, huyendo de la guerra de 1914. Con su mujer pudo armar una familia de siete hijos en un tiempo diferente, quizá más difícil que el actual. Mi abuela se llamaba Manuela, y lo hacía enojar mucho. Siempre andaba en reuniones, casamientos y velatorios. Estas costumbres enfurecían al abuelo que, por lo general, se quedaba en la casa vigilando la parra, arrancando los yuyos, arreglando calentadores viejos, limpiando las fiambreras colgadas en el patio, entreteniendo a los nietos que íbamos de visita.
Mi abuelo no sabía que era geminiano. Si yo se lo decía, él me contestaba: geminiano no, hijo, siciliano, de Sicilia...
Tuvo una vida larga. En sus últimos años anduvo en bicicleta, atándose las bocamangas de los pantalones con los broches de madera que venían para colgar la ropa. También crió canarios, hizo canastos de mimbre y mantuvo una quinta casera donde, entre las hortalizas, crecía un increíble cantero de violetas.
Mi abuelo tenía un galponcito misterioso, donde injertaba rosas, y lo cerraba con candado para que los chicos no entráramos. Cuando se abría la puerta del tesoro, de allí salía un olor que nunca encontré más...
Mi abuelo murió cuando yo tenía catorce años. Toda la familia estuvo presente en el momento final. Pude oir sus últimas palabras, espiando la gran  cama donde apenas si se lo distinguía. Me impresionaron esas palabras y no entendí cómo él, mi abuelo, el que todo lo sabía, se fue diciendo eso en una mezcla de quejido, llamado o certeza. Fueron tres palabras. Dijo: Mamma...Mamma...Mamma.

MARTA



- ...¿y dónde le duele?
- ...acá...acá...y...acá...
- ¿y acá? ¿no le duele...acá?
¡Qué vergüenza! Con Marta jugábamos al doctor. ¡Qué sensaciones! No sabíamos por qué lo hacíamos
(si, nos gustaba, sabíamos), pero teníamos que hacerlo. Era un ímpetu irrefrenable. No podíamos jugar a otra cosa.
La época más intensa del juego fue cuando estábamos en lo de los abuelos. Marta vivía con su familia en la parte de adelante de la casa. Yo vivía en la parte del medio. Y el juego empezó a llevarse a cabo en la zona de atrás, o sea... junto a la letrina que ya no usaba nadie, bajo la higuera y la granada, entre el gallinero y la quinta del abuelo. Cuando llegaba la hora de la siesta, yo me iba para el fondo. Ella esperaba que la madre se durmiera y venía. ¡Cómo venía...! Sonámbulos sus dos grandes ojos almendrados, sus pasos pecadores, sonámbulo el miedo... Yo tendría diez u once años y ella siete o menos... Era mi prima. Se llamaba Marta. Le gustaba tanto como a mi jugar al doctor.
¡Uy, qué sol! ¡qué siestas!¡qué jadeos! Concertábamos el juego sin comentar nada, como un impulso vital que no podíamos reprimir. A no confundir las cosas: ni ella ni yo sabíamos de sexo, ni cómo se hacía para usar lo que cada uno tenía y sacarle a la cosa más partido. Era todo cuestión de dos pares de manos ávidas y desesperadas y de palpitaciones y sacudimientos corporales.
Cuando me mudaron a otra casa, Marta  iba de visita con su madre. Retomamos el juego frente a un gran espejo en el cuarto de mis padres, pero teníamos que ser mucho más precavidos para elegir el momento.
- Pero usted me dijo que le dolía acá....
- No, acá no. Acá, le dije, doctor, acá...
- Ay, si... cómo me gusta que le duela acá....
Aquello era una orgía de manotazos y palabras suspiradas que explotaba por espacio de pocos minutos, porque siempre estábamos atentos a las interrupciones de los adultos.
Por aquellos años, había una palabra terrible que nos asustaba: degenerados. Nos sentíamos degenerados.
Y éramos dos niñitos imberbes preparándose para las grandes pasiones de la vida. O no. No sé. Yo nunca fui a un consultorio de psicólogo.
Al crecer abandonamos el juego para mirarnos de reojo o evitarnos. Degenerados. El tiempo. Las separaciones. Las familias. Nunca lo hablamos. Y cuando nos encontrábamos por la calle y por casualidad, siempre, siempre, uno de los dos cambiaba de vereda.
Marta falleció hace ya mucho. Si viviera, en un día como hoy, estoy seguro que iría a preguntarle: ¿te acordás de cuando jugábamos al doctor? ¡qué vergüeza! ¡qué irrepetibles sensaciones!