lunes, 17 de mayo de 2010

oficina

Me cuelga desde el cuello una corbata
impersonal, azul, con un mal nudo,
y una camisa humeante de tabaco
- si no es del corazón todo este humo-.

El cinto me estrangula la cintura;
sobre zapatos negros, desclavados,
y medias de nostálgicas fisuras,
me cae el pantalón, laxo y cansado.

Yo mismo voy caído sobre el piso,
de pie, lo más naturalmente que es posible,
mientras los otros arman el bullicio
y el temor: los dos imprescindibles
en esta desazón y este desquicio...

Me llaman, me palmean, me saludan.
Huelo a carbónico, a rata y a rutina.
Seguramente, apesto de tristeza...
Cuando andaba a los saltos hasta el cielo,
borracho el corazón por la alegría,
con la garganta libre y sin zapatos,
ninguno me quería.

Insisto en comprender por qué me quieren
desesperado,
aquí,
en la oficina.

etapa

sobrellevo la esperanza...
a veces alguno acecha
o pregunta
o palidece
o comprende por fin
que ya he llegado
mal que me pese
y le pese
que apenas
sobrellevo la esperanza...
mientras acechan,
preguntan,
palidecen...

canción de cuna

arrorró mi olvido
no te despertés,
dormí mansamente
por mi propio bien.

arrorró mi olvido,
acurruco acá
toda tu miseria
y tu soledad.

arrorró mi olvido
quiero ser feliz,
me resulta fácil
cuando vos dormís.

y creo en el hombre
y pago por mes
y mientras me asombre
no me quejaré.

arrorró mi olvido
me podrías matar
si te despertaras
porque sí nomás.

arrorró mi olvido,
te prefiero ausente
así no recuerdo
lo que hace la gente.

te tapo con ganas,
no te despertés,
dormí para siempre
hasta que yo esté.

Si no estás dormido
no puedo dormir,
no puedo olvidarte,
no puedo vivir.

lunes, 10 de mayo de 2010

JUAN 4 Mi relativa paz les dejo....

En el jardín de Juan se enseñoreaba una gran planta de diosma. Al salir, él siempre le cortaba ramitas que iba desparramando en las casas de sus amigos. Esas ramitas que duraban muchos días en mi mesa, evocaban su presencia. Muchas veces intenté plantarlas, pero nunca hubo suerte. Amarilleaban enseguida y se secaban.
- No vas a poder- me decía- . Hay que plantarla y encerrarla en un frasco de vidrio y tratar de que siempre le de el sol. En esta casa no hay sol.
Años más tarde logrè, por fin, comprar una planta con buena raíz, en un vivero. Es un arbusto de porte redondeado y crecimiento ràpido, que puede alcanzar hasta medio metro de altura. El follaje, algo plumoso, se compone de pequeñas hojas aromáticas de color verde oscuro, finas y terminadas en punta. Las abundantes flores son pequeñas también, tienen forma de estrella y pueden ser de color blanco o algo rosadas. Florecen desde mediados de invierno hasta casi finales de primavera y son capaces de volver a florecer en otras épocas del año.  El poco sol que hay en casa....parece que les basta.
Muerto ya Juan, unas cuantas semanas despuès, cuando su casa ya estaba en venta, me detuve en la vereda de enfrente para mirar aquella fachada que hoy ha cambiado. Ese día me sorprendí porque, en el jardín siempre desierto, tres vecinas deambulaban alrededor de la diosma como en peregrinación, con un respeto casi religioso, y silenciosas y rituales, cortaban leves ramitos para llevarse. Eran amas de casa, vestidas sencillamente, italianas, seguro. Sentí que pensaban en Juan. "Ay, me dije, si él las viera..."
Si. Se estaban despidiendo de la diosma. Lo primero que hicieron los nuevos propietarios de la casa, fue arrancarla de cuajo. El simulacro del balcón de hierro, las rejas de la entrada y la frase al pie de la virgen ("prega per noi") resisten al tiempo. Suele verse una luz difusa por la ventana. Yo creo que la casa los ha impregnado con el espíritu de los antiguos moradores.
Pero es imperdonable que no hayan respetado la diosma. En sus visitas,  Juan nos regalaba una ramita como si fuera de oro y nos decía: mi relativa paz les dejo.... y me alejo.

JUAN 3 Qué linda su mamá, Juancito.

Existe una película argentina que se llama "El infierno tan temido", cuyo guión se basó en un cuento de Juan Carlos Onetti. En ella, Graciela Borges compone a una actriz vocacional y Alberto De Mendoza interpreta a un periodista deportivo. Cuando se inicia el romance, la mujer invita al hombre a su departamento y él, mirando la decoración del ambiente, descubre el retrato de un hombre que lo impacta.
- ¿ Su papá? -le pregunta.
- No - responde ella con una sonrisa- Camus.

En la galería, a un costado de la puerta de entrada de su casa, Juan había instalado un gran retrato de Greta Garbo. Como siempre hablaba de doña Raquel cual si hubiese sido una diosa del Olimpo, las mujeres que iban a limpiar los cuartos creían que la foto de Greta Garbo era el retrato de doña Raquel.
- ¡Qué linda su mamá, Juancito!- le decían, con una mezcla de emoción y fantasía.
Juan no les aclaraba la cosa y disfrutaba a sus anchas de la ignorancia de las mujeres. Sus carcajadas aún retumban en mis oídos.

JUAN (2) ¡Ah..no vuelvo más a provincias...!

Allá por sus años floridos, fiel a la frase de Vinicius: "La vida, amigos, es el arte del encuentro" y a la de su propia madre: "Comanda ti de ti", Juan era ferviente admirador de las actrices de la época. Sobre todo de Mecha Ortiz, que atravesó un largo rato de gloria en el cine argentino y, alguna vez, en el fulgor de esa estela, recaló en el desaparecido Cine Avenida de Tandil. La actriz vino a representar una obra de la que sólo sé que su personaje se llamaba "Ängeles" porque Juan solía repetirme una escena en la que ella, furiosa con su amante que la requería llamándola (¡Angeles!¡Angeles!), decía grandilocuentemente: "¡No me angelees más...!".

Esa noche teatral, llena de emociones para Juan, finalizada la función, él decidió esperar a la diva del teléfono blanco. El escaso público abandonó la sala y ... si te he visto no me acuerdo.
Era una noche tormentosa, de lluvia, viento y relàmpagos, y la calle estaba desierta a esa hora y en esos tiempos, en que Tandil era oscuro y fantasmal. No obstante, Juan continuó vibrando a solas en el hall del cine hasta que pudo ver a la diva de cerca y hablarle. En tanto, nadie podía conseguir un coche que la trasladara hasta el también desaparecido Hotel Continental, de la calle Belgrano, donde supieron alojarse Lolita Torres, Virginia Luque y alguna otra conocida figura. "Ni un miserable taxi para llevarla", me contaba Juan. Mecha Ortiz estaba molesta por tanta desprotección pero, desde las sombras y la copiosa lluvia, apareció un señor camionero que ofreció su vehículo para salvar el momento. La actriz aceptó y trepó al alto peldaño que la elevaba hasta la cabina del camión. Contaba Juan que, con un pie en el aire y el otro no, cubierta por su piloto de agua, ya montada en el armatoste que la llevaría al hotel, la mujer echó la cabeza hacia atrás y, en un gesto que demostraba toda su indignación y que acompañó con un largo suspiro inicial, dijo: "¡ Ah....no vuelvo más a provincias...!".

Ante cada dificultad cotidiana, ante cada cosa que no sale como uno esperaba, por ejemplo, hacer un churrasco y que la casa se llene de humo, enhebrar una aguja y perderla, pisar un charco que no vimos en la vereda, etc, etc, con Juan decíamos: "¡Ah... no vuelvo más a provincias...!" Y nos reíamos mucho, claro, juntos, como yo me río ahora, solo, claro...

JUAN (1)



Durante el tiempo que compartimos, me asombraba saberlo tan popular, tan consultado, tan admirado y, a veces, tan temido. Cuando se fue, casi nadie supo quién había sido. Quizá su error consistió en encontrar malos terapeutas y confundir decadencia y abandono con modernas prácticas europeas. "Dejá, dejá, que en Europa se usa", me decía, cuando yo quería limpiar el piso de su cocina, inundado de sobras de comida y cáscaras.

Sus reflexiones eran catedráticas. No admitían dudas. "A nosotros nos hicieron con demasiada masa. Nos dieron mucho. Tenemos mucho para devolver", me decía, para agregar después, en un gran gesto, "yo soy más culto que vos, pero vos sos más inteligente que yo". Nunca me detuve a pensar si aquello era un elogio o no, porque viniendo de él, nunca se sabía... Sirva como ejemplo la vez que me amenazó con un abogado en el arrebato de una discusión sin importancia en la que usé la palabra usurpador.

Pero, bueno, lo cierto es que aquí estoy, tratando de hilvanar el recuerdo. Porque lo quise mucho a veces y a veces no. Porque me duele que él, a menudo escandaloso, haya pasado tan desapercibido hacia la niebla. ¿Será que muchos se apuraron a olvidarlo por temor a que se los relacionara? Todo puede ser en este pueblo afecto al ocultamiento y la mentira y en esta época en que la gente es desechable como las botellas plásticas o los cartuchos de tinta usados.


Juan la contó muchas veces, en su casa y en otras casas, pero creo que no quedó escrita, y era su amada historia.


Raquel cortaba edelweiss de las laderas de las montañas y, la noche de su boda, anduvo de aldea en aldea bailando con los vecinos para celebrar su felicidad.
Se casó con José y con él viajó para América. Establecidos en Cerro Leones, junto a las vías que cruzaban el poblado, José trabajó en las canteras y Raquel dio a luz el primer hijo. Pero el primer hijo murió y, luego de enterrarlo, decidieron regresar a Italia con toda la tristeza. José talló una figura en piedra para la tumba del niño que, más de medio siglo más tarde, encontramos en los pies de un banco del jardín del Parque Independencia de Tandil.

Otra vez en Italia, nacieron tres niñas que José no pudo disfrutar porque estalló la guerra. Mientras estuvo en el frente, con la casa tomada por los soldados enemigos, el hambre y las enfermedades, murieron las dos hijas mayores. Y cuando por fin José volvió, en brazos de Raquel, murió la tercera, la màs pequeña. En unos pocos años, habían perdido cuatro hijos y mucha esperanza. Casi toda.

Menguando los ataques, la vida continuó. Les nació Georgeo y luego Santino. Había que huir del desastre y salvar a esos chicos. Recordaron la paz de Cerro Leones y volvieron a embarcarse para Argentina. Los dos hijos nuevos, creciendo sanos, ayudaron a olvidar las pérdidas queridas. Y Raquel se embarazó otra vez para que naciera Juan a quien yo, mucho, mucho más tarde, rebauticé "el ademanero".

Georgeo, dicen, tuvo el primer coche que hubo en Cerro Leones y se hizo contador de una empresa importante en esos años. Tenía la excentricidad, dicen, de vestirse de cowboy de vez en cuando.

Santino, (Sante para nosotros), se fue a la selva chaqueña con su título de maestro y su bondad aturullada. Daba sus clases y después dormía colgado en una hamaca. Las víboras asolaban la región. En la soledad de la selva, su única compañía fue una oveja que nunca pudo olvidar. Pero los pobladores terminaron comiéndosela y burlándose de ese amor.

Y Juan creció con toda esa historia en la espalda y la cabeza. En sus cajones mágicos, con olor a papel y a pinturas y plantas aromáticas, guardaba celosamente flores de edelweiss. Recibir su visita, era adentrarse en las anécdotas del pueblo, que él atesoraba con fervor. Sus charlas estaban salpicadas de incredulidades y carcajadas, con palabras mal dichas a propósito y un dialecto que hicimos propio en nuestras noches divertidas. Su estatura, su voz cadenciosa, su vocabulario elegido para cada ocasión, sus ropas importadas, sus amores variados, daban fertilidad al mito.

Juan dibujaba y pintaba, cantaba y escribía y, sobre todo, enseñaba. "Yo soy ciclotímico, daltónico, esdrújulo", me decía. Y para mi fue el Dalí tandilero. Su estruendosa juventud transcurrió entre aventuras amorosas de mucho papel escrito y perfumado, y cátedras de gramática. Nunca se animó a dejar su pueblo para ir más lejos. Temía a lo desconocido y al anonimato. Y cuando yo empecé a tratarlo y destratarlo, ya transitaba más de los cincuenta noviembres.


Georgeo murió como un correcto señor mayor y sus hijos lo acompañaron por la vida. Sante, en cambio, abandonadas ya sus aventuras en la selva, decoró iglesias y dirigió coros en Tandil durante años. Hizo muchos amigos. La gente no tenía dificultad en valorarlo y era pródigo y servicial. Había conocido la guerra y su humildad lo salvaba de algunas críticas mal intencionadas, menos de las de Juan que, rara vez, lo dejaba en paz.

Juan, soberbia en ristre, fue siempre el preferido de doña Raquel que, sentada en una silla pero sobre la mesada de la cocina, solía esperar su regreso, en las altas horas de la madrugada, cuando corrían los mejores días del hijo.

Los tres hermanos quedaron huérfanos siendo bien mayorcitos, pero la muerte de la madre les hizo el mismo efecto que si hubieran sido niños. La velaron en la misma casa de la calle Irygoyen, donde vivieron siempre, en una cama dispuesta a la belleza y la ceremonia, que Juan siempre me contaba y me contaba. Y movìa sus largos brazos, sus grandes manos y me decía:

-Vos nunca hablás de tu madre. Tenés que nombrarla más. ¿Y sabès por qué no hablás de tu madre? Porque no fuiste un hijo esperado como yo. No, no fuiste. Hubieran querido prescindir de vos.