domingo, 31 de enero de 2010

Ema y yo, a caballo, en Cerro Leones. ¿1954?


Ema

Ema me regaló el libro “Corazón” (De los Apeninos a los Andes) de Edmundo D’Amici.
Escribió una dedicatoria para mi, en la primera hoja.. Yo tendría… cuatro o cinco años.Me sentí muy importante. A todos les mostraba la dedicatoria y decía "este libro me lo regalò Ema". Hoy, como ya no tiene tapas, no es fácil encontrarlo entre los otros libros. Pero está. No me lo olvido.
Ema tenía un teléfono negro, con ruedita de marcar, en los tiempos en los que no cualquiera tenía un teléfono y menos si era pobre. No se llamaba a nadie por cualquier cosa. Tenìa que haber un motivo urgente que justificara el llamado.
El teléfono estaba en un altar, en la mesa de luz, de madera, al lado de un velador que era una pájaro de bronce con las alas extendidas.  Yo me sentaba en la cama de Ema y volaba con las alas del pájaro mientras ella se quitaba el uniforme y se ponìa el batòn de las flores.
La mesa tenía un cajón donde Ema guardaba frascos con perfume, algunas jeringas y también los cigarrillos. Fumaba mucho y estaba mal visto. Las mujeres eran putas si fumaban. No me costaba nada compartir con ella el secreto del escondite.
Ema me prestaba el teléfono del altar cuando mi mamá me daba una cachetada o me dejaba a su cuidado, porque era vecina nuestra en el inquilinato. "¿Vino Ema? ¡Què raro que no aparezca Ema!Cuando venga Ema, le voy a preguntar si sabe".  Eran frases cotidianas de mamá. Y mi tía replicaba, casi siempre: " ¡Yo no me explico cómo tratan a esa mujer...!" Esa mujer era Ema, con su batòn de flores y sus aromas extraños de sahumerio impregnados en la piel. Pero como mamà no le hacìa caso a la tìa, yo tampoco.
Ema me prestaba el teléfono, que no era cosa de chicos con pantalòn corto. Y me dejaba solo en su cuarto que, inmediatamente, se llenaba de misterios. Entonces,  yo entraba en una especie de vértigo, de ceremonia secreta y, si me animaba, marcaba un número completo, conteniendo la respiración, y temblaba hasta escuchar la voz del otro lado. Enseguida abandonaba el tubo junto al pájaro, como a una brasa caliente. Era como tener acceso al pecado y no saber què hacer. Me excitaba.
Ema hacía milanesas al horno como nadie y venìa a buscarme para comerlas en su cocina, generalmente en los momentos de tembladeral familiar. Yo sabìa que algo estaba pasando en mi casa, pero  tocaba el cielo con las manos en casa de Ema.
Cuando se me rompía la botella de leche que iba a comprar al mercado o perdía los vueltos de los mandados y no me animaba a volver, Ema salìa al largo pasillo del inquilinato para socorrerme.Si no era antes, era después del coscorrón. Pero Ema me socorría. Hacía barquitos de papel para que yo los viera navegar, entre làgrimas,  en la gran pileta de su patio. También armaba alborotos al medir mi altura en el marco de alguna puerta y festejar cuánto había yo crecido desde la última vez, con grandes ademanes que movilizaban todas las flores de su batòn.
Ema trabajaba como enfermera en el Hospital Ramos Mejía. Y, quizá por competir con mi tía que me hacía cantar en el comedor de los hoteles en los que vivía, como proletaria itinerante que era, Ema me llevaba a festivales en los que siempre yo ganaba premios: granjas de cartón para armar, ejércitos completos de soldaditos de plomo, libros de cuentos ilustrados…Regresábamos triunfantes con los regalos al inquilinato. Pero teníamos que festejar solos; en realidad, no nos daban mucha bolilla porque nos envidiaban la alegría. Entonces, Ema le pedía permiso a mamá y celebrábamos los triunfos en la lechería de la cuadra con vasos de leche y vainillas.( Y…si, por ese entonces, Ema tendría sus cincuenta y pico).
Si bien, como te cuento, Ema se jugaba por mi, yo me jugaba por ella. Ema tenía muchos problemas con doña Justa. Doña Justa transitò su vida en una cama perfumada, durante el tiempo que la vi vivir. Yo la saludaba con la mano desde la puerta de su habitación y parecía dulcificarse. Una vez, un dìa especial, me peinò el flequillo largo rato, mientras Ema consentía. Pero, con Ema, era implacable. Nunca supe lo que le decía porque murmuraba en vez de hablar. Y debía murmurar cosas tremendas porque Ema lloraba y lloraba, se le enrojecían los ojos e hipaba como yo, cuando mamà me cascaba. No había barquito en la pileta que la consolara. Pero yo me quedaba a su lado, pegado a las flores de su batòn, hasta que volvìa a sonreír y las flores se convertían en mariposas que invadìan el patio.
Según los inquilinos, Ema era pichicatera, palabra que entendí mucho después. En esos años, yo relacionaba la cosa con algo pornográfico. Decían que Ema se pichicateaba en el pasillo antes de entrar al departamento y que Ema era la cruz de doña Justa. La palabra cruz, también me resultaba pornográfica. La pichicata y la cruz no tenían relación con los mágicos barquitos de papel, el teléfono negro o las milanesas al horno. Quizá por eso, mi tìa decía "esa mujer" al referirse a Ema. Pero no podía ser. No era verdad lo que decìan. Que se fueran todos a la mierda.
Ema compartía las reuniones familiares. Ella llegaba y cambiaba las tensiones del ambiente. Y todos los que estaban se ponían a conversar. Cuando Ema se iba, mamá, con disimulo, le pasaba un trapo a la silla. Porque decían, también, que entre todas las cosas que no tenía, Ema tenía incontinencia vaginal, o algo así, qué sé yo. No era importante. Y también me resultaba pornográfico. Y de esas cosas yo todavía no entendía. Era como lo que pasaba con el teléfono: no era para chicos. Por suerte, una vez, Ema se dio cuenta de lo que hacía mamá y siempre, siempre, antes de irse de la reunión, ella misma le pasaba el trapo a su silla. Se convirtió en un rito. Y la cuestión no debía ser para tanto. Que se fueran todos a la mierda.
Lo cierto es que, a veces, Ema compartìa las reuniones familiares. Ella llegaba y disipaba las tensiones del ambiente. Y todos los que estaban se ponían a conversar, animados por su risa contagiosa y los relatos de sus experiencias en el hospital. En unas vacaciones, vino con nosotros a Tandil y anduve a caballo con Ema por Cerro Leones. Conservo una foto de los dos sobre el caballo y el recuerdo de una mujer feliz que me apretaba contra su pecho.
Un día o una noche, no sé, no me acuerdo, Ema vino a buscarme desesperada. "Prestemeló", decía, "préstemelo". Y mi mamá me prestó, con un movimiento de cabeza, sin palabras, como esos que se usan ante lo irreparable. ¿Qué pasaba? ¿Qué pasaba, Ema, qué pasaba? Con su melena larga y gris, sus murmuraciones ininteligibles, en la misma cama de la que solía escaparse en bastón, impulsándose en sus propios improperios, doña Justa, toda chiquita, toda quieta, toda adusta, se estaba muriendo. Ema me pidiò que me acercara a la cama y le diera un beso. Obedecí, porque me subyugaba el perfume de aquellas sábanas y la sencilla ceremonia de despedida. Doña Justa se murió casi enseguida y yo, sin ninguna culpa, pensé que, con mi beso en la mejilla, la había hecho pasar a mejor vida. O sea que, esa fue la primera vez que escuché nombrar a la muerte. Y a mi lado estaba Ema, mi amiga, la pichicatera, el hada del teléfono negro.
Cuando todos pronosticaban una hecatombe, (“porque esa mujer se va a echar al abandono sin la madre”, decían los inquilinos), Ema empezó a recibir una visita que no me causaba ninguna gracia. De sombrero aludo con cinta negra, enfundado en un traje con corbata, de tarde en tarde, en el largo pasillo del inquilinato, aparecía don Alejandro. Me dedicaba una sonrisa, me guiñaba un ojo. Yo permanecía inmóvil, huraño, con la respiración cortada, como cuando jugaba con el teléfono. “No puede ser, no puede ser”, gritaban los fantasmas del conventillo. Pero era. Fue. Ahora pienso que el hombre no había aparecido en la vida de Ema de la noche a la mañana y que doña Justa se interponía con todas sus fuerzas a esa amistad de su hija.
Empecé a ir a la escuela Rufino Sanchez y los fines de semana mi tía me llevaba a Sarandí. Poco a poco, sin darme cuenta, el paraíso de  Sarandí reemplazó al paraíso de la casa de Ema y Don Alejandro fue lo último que supe de ella. Y bueno, después… los años y la vida. Pero volvì por Ema, allà, en 1974.  La mujer que vivía en su casa hizo memoria y me dijo: “Pero no… murió hace mucho”. No atinè a pedirle que me permitiera ver la pileta de los barquitos de papel para atenuar un poco, al menos, la impiadosa soledad de Buenos Aires. Recorrì el viejo pasillo hasta la calle y Ema corrìa delante de mi, con su batòn de flores y su almidonado gorrito de enfermera en la cabeza y me decía: "Perdoname que no estè, nadie es perfecto. Y gracias por quererme como soy. Y todavía".

2 comentarios:

  1. Quién no ha necesitado una companía como Ema, que arroje nuevas lágrimas. Que linda que era Ema... No más que regalarte un libro a los cinco años.-

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