lunes, 10 de mayo de 2010

JUAN (1)



Durante el tiempo que compartimos, me asombraba saberlo tan popular, tan consultado, tan admirado y, a veces, tan temido. Cuando se fue, casi nadie supo quién había sido. Quizá su error consistió en encontrar malos terapeutas y confundir decadencia y abandono con modernas prácticas europeas. "Dejá, dejá, que en Europa se usa", me decía, cuando yo quería limpiar el piso de su cocina, inundado de sobras de comida y cáscaras.

Sus reflexiones eran catedráticas. No admitían dudas. "A nosotros nos hicieron con demasiada masa. Nos dieron mucho. Tenemos mucho para devolver", me decía, para agregar después, en un gran gesto, "yo soy más culto que vos, pero vos sos más inteligente que yo". Nunca me detuve a pensar si aquello era un elogio o no, porque viniendo de él, nunca se sabía... Sirva como ejemplo la vez que me amenazó con un abogado en el arrebato de una discusión sin importancia en la que usé la palabra usurpador.

Pero, bueno, lo cierto es que aquí estoy, tratando de hilvanar el recuerdo. Porque lo quise mucho a veces y a veces no. Porque me duele que él, a menudo escandaloso, haya pasado tan desapercibido hacia la niebla. ¿Será que muchos se apuraron a olvidarlo por temor a que se los relacionara? Todo puede ser en este pueblo afecto al ocultamiento y la mentira y en esta época en que la gente es desechable como las botellas plásticas o los cartuchos de tinta usados.


Juan la contó muchas veces, en su casa y en otras casas, pero creo que no quedó escrita, y era su amada historia.


Raquel cortaba edelweiss de las laderas de las montañas y, la noche de su boda, anduvo de aldea en aldea bailando con los vecinos para celebrar su felicidad.
Se casó con José y con él viajó para América. Establecidos en Cerro Leones, junto a las vías que cruzaban el poblado, José trabajó en las canteras y Raquel dio a luz el primer hijo. Pero el primer hijo murió y, luego de enterrarlo, decidieron regresar a Italia con toda la tristeza. José talló una figura en piedra para la tumba del niño que, más de medio siglo más tarde, encontramos en los pies de un banco del jardín del Parque Independencia de Tandil.

Otra vez en Italia, nacieron tres niñas que José no pudo disfrutar porque estalló la guerra. Mientras estuvo en el frente, con la casa tomada por los soldados enemigos, el hambre y las enfermedades, murieron las dos hijas mayores. Y cuando por fin José volvió, en brazos de Raquel, murió la tercera, la màs pequeña. En unos pocos años, habían perdido cuatro hijos y mucha esperanza. Casi toda.

Menguando los ataques, la vida continuó. Les nació Georgeo y luego Santino. Había que huir del desastre y salvar a esos chicos. Recordaron la paz de Cerro Leones y volvieron a embarcarse para Argentina. Los dos hijos nuevos, creciendo sanos, ayudaron a olvidar las pérdidas queridas. Y Raquel se embarazó otra vez para que naciera Juan a quien yo, mucho, mucho más tarde, rebauticé "el ademanero".

Georgeo, dicen, tuvo el primer coche que hubo en Cerro Leones y se hizo contador de una empresa importante en esos años. Tenía la excentricidad, dicen, de vestirse de cowboy de vez en cuando.

Santino, (Sante para nosotros), se fue a la selva chaqueña con su título de maestro y su bondad aturullada. Daba sus clases y después dormía colgado en una hamaca. Las víboras asolaban la región. En la soledad de la selva, su única compañía fue una oveja que nunca pudo olvidar. Pero los pobladores terminaron comiéndosela y burlándose de ese amor.

Y Juan creció con toda esa historia en la espalda y la cabeza. En sus cajones mágicos, con olor a papel y a pinturas y plantas aromáticas, guardaba celosamente flores de edelweiss. Recibir su visita, era adentrarse en las anécdotas del pueblo, que él atesoraba con fervor. Sus charlas estaban salpicadas de incredulidades y carcajadas, con palabras mal dichas a propósito y un dialecto que hicimos propio en nuestras noches divertidas. Su estatura, su voz cadenciosa, su vocabulario elegido para cada ocasión, sus ropas importadas, sus amores variados, daban fertilidad al mito.

Juan dibujaba y pintaba, cantaba y escribía y, sobre todo, enseñaba. "Yo soy ciclotímico, daltónico, esdrújulo", me decía. Y para mi fue el Dalí tandilero. Su estruendosa juventud transcurrió entre aventuras amorosas de mucho papel escrito y perfumado, y cátedras de gramática. Nunca se animó a dejar su pueblo para ir más lejos. Temía a lo desconocido y al anonimato. Y cuando yo empecé a tratarlo y destratarlo, ya transitaba más de los cincuenta noviembres.


Georgeo murió como un correcto señor mayor y sus hijos lo acompañaron por la vida. Sante, en cambio, abandonadas ya sus aventuras en la selva, decoró iglesias y dirigió coros en Tandil durante años. Hizo muchos amigos. La gente no tenía dificultad en valorarlo y era pródigo y servicial. Había conocido la guerra y su humildad lo salvaba de algunas críticas mal intencionadas, menos de las de Juan que, rara vez, lo dejaba en paz.

Juan, soberbia en ristre, fue siempre el preferido de doña Raquel que, sentada en una silla pero sobre la mesada de la cocina, solía esperar su regreso, en las altas horas de la madrugada, cuando corrían los mejores días del hijo.

Los tres hermanos quedaron huérfanos siendo bien mayorcitos, pero la muerte de la madre les hizo el mismo efecto que si hubieran sido niños. La velaron en la misma casa de la calle Irygoyen, donde vivieron siempre, en una cama dispuesta a la belleza y la ceremonia, que Juan siempre me contaba y me contaba. Y movìa sus largos brazos, sus grandes manos y me decía:

-Vos nunca hablás de tu madre. Tenés que nombrarla más. ¿Y sabès por qué no hablás de tu madre? Porque no fuiste un hijo esperado como yo. No, no fuiste. Hubieran querido prescindir de vos.

1 comentario:

  1. ¿Qué se puede decir excepto GRACIAS?

    Enorme regalo, el de tu palabra. Tan fina, tan cálidamente narrado, sin recaer nunca en excesos sentimentales. Gracias por compartir a ese gran amigo-imago.

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