sábado, 16 de abril de 2011

el jarrón azul

Queda tan lejos/ volverse a ver/ en el espejo de la niñez. María Elena Walsh.






Éramos pobres como la mayoría, pero vivíamos felices a pesar de las migrañas de mamá y los tres trabajos de mi padre. En la conserjería de esa construcción que ya no está, había una cocina y un patio y una escalera de madera que llevaba a las habitaciones: en un piso una y en el siguiente piso la otra. En ese último cuarto,allá, bien arriba, con mi hermana nos asomábamos a la ventana para ver el patio en donde transitaba, a veces, nuestra tortuga. Yo tenía allí mi caballito oscilante que nunca iba a ninguna parte ¡y sin embargo...! Y también mi monopatín, junto a la cama. No era un monopatín comprado. Lo había hecho mi papá, con ese ingenio que tienen los pobres, sobre todo si son arianos.
En la cocina había una gran radio, también de madera, enorme, sobre una repisa. Cuando nuestros padres se acostaban, solían permitirnos oir el Glostora Tango Club, entrada ya la noche. De modo que, subidos a la mesa, pegábamos la oreja a la radio con unas ganas que hoy no podría describir... Orgías de placer a mis seis años. No había televisión ni computadoras ni nada de todo lo que hubo después para los chicos.
Apenas si existían los pirulines, las bolitas y las famosas revistas de historietas mexicanas.
Éramos,mi hermana y yo, los hijos de los porteros para toda la gente de ese edificio que nos dejaba entrar naturalmente a sus mundos diversos. Estuvo buena esa infancia. Muy buena. Allí nació mi interés y mi amor por la gente y sus misterios.
Con nosotros cuatro y por un tiempo, vivieron dos tías, que pronto se casaron y se fueron.Una de ellas, nunca nos abandonó. Por el contrario. Pero la otra, emigró fácilmente de nosotros. Su esposo era una especie no sé bien si de periodista o de político, que la alejó con él del contacto asiduo con la parentela. Por ese motivo nació en la familia cierto mito temeroso, cierta diferenciación que los ubicaba en otro lugar. Eran los evadidos. Hacían cosas y trataban personas que los demás no. O algo así. No sé bien. Eran cosas que llegaban raras a mi entendimiento infantil.
En la provincia, en el campo, mi hermana y yo teníamos tíos y dos primos. Como todos los demás parientes, solían visitarnos. Buenos Aires para ellos y en ese entonces, era nuestra casa. Y nuestra casa siempre estaba llena de voces familiares y de vecinos.Porque era una casa dentro de otra gran casa llena de casas.
Desafiando la ley imperante y tácita de la familia, mis tíos del campo iban a visitar a los evadidos. Y con ellos iban mis primos, maravillados de todo lo que veían en Buenos Aires pero, sobre todo, por el encantamiento de aquellas visitas. A mi me llevaron con ellos, algunas veces, hasta la mítica casa de Avellaneda, donde los evadidos poseían su cuartel hogareño. Al pisar, nomás, la vereda de la calle Estomba, los chicos dejábamos de respirar. Aunque volviéramos excitados del zoológico por ejemplo, o de las plazas o de algùn cine, nos aquietábamos de inmediato antes de entrar en lo que suponíamos un palacio. Allí había que portarse bien,¿eh? y no tocar nada,¿eh? y todos bien sentaditos en una silla, sin moverse,¿eh? Habituado yo a las paredes de mi casa en las que sólo colgaba un mísero almanaque y un espejito cuadrado en el que papá se miraba la cara cuando cantaba tangos y hacía morisquetas, los muros del living de la calle Estomba me llenaban de asombro y de distancias. Una gran marina, con olas insultantes enarbolando una embarcación eterna, reinaba en la mitad de la sala. Eso era suficiente para mantenerme boquiabierto durante horas. Más tarde supe que el marco dorado y trabajoso del cuadro, era apenas un yeso moldeado y bañado en dorado. Pero, en aquellos días, el lugar para mi estaba lleno de oro, extraído vaya uno a saber de qué mina de la cual los evadidos eran dueños. Mis primos del campo no podían portarse mejor, pisando apenas fuera de las alfombras. Se movían en càmara lenta, como en un museo. Yo me adaptaba más rápido, entrenado en los distintos ambientes que veía en mi casa, que era una casa dentro de una gran casa llena de casas. Pero para ellos, que en su casa de la provincia, montaban caballos y asusaban animales y sembraban surcos, en un jolgorio de juego y trabajo que les renovaba constantemente las energías, era mucho màs difícil. Los benditos se trasmutaban en dos infantes embalsamados,que revoleaban los ojos curiosos y sujetaban todo impulso de movimiento.
Bueno, en esa casa de la calle Estomba, sobre una mesa, estaba el jarrón azul. Era tan alto, tan altivo, tan brilloso, tan lindo, tan azul lleno de azules, tan, tan jarrón azul, que daba pavura pasar tan sólo cerca de la mesa. A veces se hacían alusiones al cuadro, tipo "què lindo", "qué mar","qué hermosura", típicos comentarios de parientes asustados. Del mismo modo se aludía a la claridad del patio, la comodidad de los sillones o la suntuosidad de las cortinas. Pero del jarrón nadie decía nada, por temor a rasparlo con alguna palabra. Era demasiado imponente, demasiado importante para decir algo más o menos acorde. Casi ofensivo, era. Como un alarde de lujo, una cachetada a la pobreza. El jarrón marcaba las diferencias, separaba. Ni siquiera se quería saber su procedencia. De modo que allí estaba él, en las esporádicas visitas a los evadidos, como un centinela silencioso, en un rincón apartado y estratégico, aguardando la retirada de los intrusos.

- ¿Quieren tomar algo? ¿Qué quieren tomar?
- No...nada, nada, no te molestés. Pasamos un ratito a saludar, nada màs. Queríamos verlos.¡Hace tanto tiempo que...!- decían mis tíos del campo.
- Bueno, pero un cafecito no es molestia.
- Si, no, pero...estamos con los chicos...¿vistesssss?

Y...bueno. Tenía que pasar. Alguna vez, tenía que pasar. Se imponía que ocurriese. En una de esas visitas a la casa de la calle Estomba, en la que por suerte yo no estaba, al despedirse para regresar al campo, mi prima, por ayudar a su madre con la valija, se olvidó del jarrón y empujó la mesa. Si. Fue leve, fue estúpido, y fue definitivo.
Me cuesta relatar la caída del jarrón azul. Me duele. Porque al pensar en esa casa a la distancia, lo primero que se nos venía a la mente, era él. Como un pariente más. Como el motivo por el que a los evadidos no se los podía manejar dentro de las normas generales.Como el símbolo de que prefirieran tener otro tipo de vida y amistades.
Cuando ocurrió la desgracia, (como tal fue tomada), una ola de escándalo y pesar, recorrió toda la familia, de punta a punta, de ciudad en ciudad. La incredulidad se apoderó de todos los corazones. Aún del de los de las zonas más alejadas, los de los que no conocían siquiera la casa de la calle Estomba.
- ¿Sabés lo que pasó? No te imaginás. No te lo podés imaginar. La Choli, la hija de los Pardo,lo tiró abajo.
- Noooooo.
- Se hizo añicos, mirá.
- Noooooo.
- Todo el viaje de vuelta llorando en el tren...
- ¿Añicos, che ?
- Si. Tal cual.Encima los padres la trajeron a los coscorrones. No es para menos. Un crimen. ¡El jarrón azul! Imaginate.
- ¿Y los evadidos?
- Y... ¿qué van a decir? es una criatura. La fatalidad.
- Eso. La fatalidad. El destino.
- ¡Pero semejante jarrón! ¿No lo habrá hecho a propósito la Choli?
- Pero no. Vos sabès cómo son de educados esos chicos.... unos santos.
- Y trabajadores. ¡Cómo ayudan a los padres en el campo!
- Claro, no. La falta de costumbre, el poco roce.
- Eso. Dicen que apenas lo rozó. Pero lo hizo mierda.
- Mirá vos...Añicos.

Ayer nos acordamos con la Choli del jarrón azul. Los evadidos habían juntado los pedazos y lo habían armado como un puzzle hasta lograr - cosa increíble - que fuera otra vez jarrón. Màs opaco, menos pretencioso, pero jarrón azul al fin. La Choli tuvo oportunidad de volver a ver a su víctima en pie, sobre una mesa de tabla extensa, pero jamàs pudo recuperarse del efecto que le causó el suceso.
De esta historia ha pasado màs de medio siglo. Las casas ya no se decoran así. Incluso en ese tiempo...estaban fuera de moda, pero los niños pobres no lo sabíamos. Y los no tan niños pobres... tampoco.
Las costumbres y los días han cambiado tanto todo que, ayer, con la Choli, nos moríamos de risa.
Hoy la Choli tiene hijos grandes, nietos grandes, casas grandes, y pudo haber tenido ciento dos jarrones similares a aquel, pero no los quiso ni de adorno. Odió los jarrones toda la vida y sufre un nervioso y alegre sobresalto cuando se acuerda de aquel jarrón azul de la casa de la calle Estomba. Y yo nunca vi, nunca, con tanta cosa que vi, otra marina que me impactara tanto como aquella.
- Parece mentira, che - me dijo la Choli ayer - qué tontos que éramos.
- Si, Choli - le dije yo ayer - acordarnos de eso todavía hoy, que de tanto pariente solo quedamos nosotros... ¿No será Choli que estamos hechos unos viejos chotos?

1 comentario:

  1. Qué lindo pasear por la infancia en jarrón azul y pasar por el corazón tíos, primos, casas.
    Lo que se hizo trizas, volver a pasar por el corazón y a lo que el jarrón mande.

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